Foto: Fabio Otárola |
Me siento como una caja de té sin té.
Extraño a Miguel. Las manos de Miguel y el olor en las sábanas. Olor a Miguel.
Sus calzoncillos en la pata de la cama y su “dale flaca, las chancletas”.
Son las diez de la noche. A esta hora cenábamos con poca luz para no vernos
el hambre. Pero a mí me gustaba verlo comer, saberlo humano más allá de mi
carne, de sus extrañas posesiones sexuales: “dale flaca, hace como que te están
mirando”.
Me gustaba que me diga “flaca”; flaca esto, flaca lo otro. Me hacía anónima
para los demás, dejaba de ser la Claudia y era como olvidar un poco esta vida
de enfermera, sacarme de la cotidianeidad del Misericordia y de los viejos en
silla de ruedas: “dejate de joder con los viejos, te pagan dos mangos y seguro
que te miran el culo, por eso están sentados. Avivate flaca.” Era según él, un
tipo sincero.
Miguel podría haber sido muchas cosas pero prefirió la modestia de ser
empleado de carnicería y el vicio de las carreras de galgo y cuando las cuentas
no daban me convencía: “en esta mesa puede faltar el pan pero nunca la carne”. Era
bueno conmigo, aunque a veces me hacía dormir con el perro para que no pasara
frío o antes de una carrera importante porque era cábala. A veces me llevaba de prepo a las carreras porque
no le gustaba que me quede sola en la casa: “qué vas a hacer acá, te vas a
aburrir como un hongo”. Entonces iba con él y me mostraba los galgos, los
favoritos, la liebre que no era liebre sino un trapo atado sin
delicadeza en el alambre. Así empecé a entender lo que era el engaño y si al
final ganaba “el Lobo”, le daba una felicidad que jamás le vi en otro momento,
me agarraba la cara con las dos manos y me decía: “ves ¡! Tenés que venir
siempre flaquita…” y después de la euforia inicial venía la foto del triunfo:
el perro en el medio con la corona de laureles, Miguel con el trofeo en la mano
y esa gorra mugrienta que nunca dejó que le lave, los amigos de él y yo al
costado con la sonrisa medio arrancada de estar feliz. Feliz, por la felicidad
de Miguel.
Mamá no lo quería mucho. Siendo yo enfermera ella creía que podía conocer
un médico que viera no sólo mis dotes profesionales sino también de mujer y ama
de casa. Clásica ambición de cualquier madre. Pero yo nunca esperé grandes
cosas de la vida y mi marido, salvando las distancias, también trabajaba con
las manos en la carne y su olor lo impregnaba todo. Miguel olía a las reses que
cargaba en la espalda, a las achuras del asado, al bife del medio día que
buscaban las señoras, a la bolsa de puchero. El aroma de Miguel era rojo y me
gustaba.
Ahora que se fue, nadie me saca del Claudia ni del sufrimiento de los
enfermos que se me pega durante todo el día, nadie me acompaña al hospital para
que no me roben en el camino ni en la puerta. El tipo que vende porquerías en
la vereda ya se dio cuenta de que soy una más del montón y que pronto seré como
todas; alguien que camina a la sombra de lo que alguna vez tuvo y perdió para
siempre.
Yo sé Miguel que no me querías mucho pero me cuidabas, quizás por la culpa
de no darme un hijo, por eso del accidente que tuviste. Pienso que por eso me
dejaste sin carreras los domingos, sin carne ni pan sobre la mesa, sin juventud
para arreglarme y buscarme otro, porque eso hacen las mujeres abandonadas, se
arreglan un poco y salen a loquear porque la vida sigue y una mujer sola como yo
no puede nada salvo sostener esta rutina amarga. Si hoy te viera Miguel, a pesar de extrañarte
tanto, te preguntaría por qué me dejaste sola como un perro y te llevaste al
Lobo.