miércoles, 25 de febrero de 2015

Miguel


Foto: Fabio Otárola


Me siento como  una caja de té sin té. Extraño a Miguel. Las manos de Miguel y el olor en las sábanas. Olor a Miguel. Sus calzoncillos en la pata de la cama y su “dale flaca, las chancletas”.
Son las diez de la noche. A esta hora cenábamos con poca luz para no vernos el hambre. Pero a mí me gustaba verlo comer, saberlo humano más allá de mi carne, de sus extrañas posesiones sexuales: “dale flaca, hace como que te están mirando”.
Me gustaba que me diga “flaca”; flaca esto, flaca lo otro. Me hacía anónima para los demás, dejaba de ser la Claudia y era como olvidar un poco esta vida de enfermera, sacarme de la cotidianeidad del Misericordia y de los viejos en silla de ruedas: “dejate de joder con los viejos, te pagan dos mangos y seguro que te miran el culo, por eso están sentados. Avivate flaca.” Era según él, un tipo sincero.
Miguel podría haber sido muchas cosas pero prefirió la modestia de ser empleado de carnicería y el vicio de las carreras de galgo y cuando las cuentas no daban me convencía: “en esta mesa puede faltar el pan pero nunca la carne”. Era bueno conmigo, aunque a veces me hacía dormir con el perro para que no pasara frío o antes de una carrera importante porque era cábala.  A veces me llevaba de prepo a las carreras porque no le gustaba que me quede sola en la casa: “qué vas a hacer acá, te vas a aburrir como un hongo”. Entonces iba con él y me mostraba los galgos, los favoritos, la liebre que no era liebre sino un trapo atado sin delicadeza en el alambre. Así empecé a entender lo que era el engaño y si al final ganaba “el Lobo”, le daba una felicidad que jamás le vi en otro momento, me agarraba la cara con las dos manos y me decía: “ves ¡! Tenés que venir siempre flaquita…” y después de la euforia inicial venía la foto del triunfo: el perro en el medio con la corona de laureles, Miguel con el trofeo en la mano y esa gorra mugrienta que nunca dejó que le lave, los amigos de él y yo al costado con la sonrisa medio arrancada de estar feliz. Feliz, por la felicidad de Miguel.
Mamá no lo quería mucho. Siendo yo enfermera ella creía que podía conocer un médico que viera no sólo mis dotes profesionales sino también de mujer y ama de casa. Clásica ambición de cualquier madre. Pero yo nunca esperé grandes cosas de la vida y mi marido, salvando las distancias, también trabajaba con las manos en la carne y su olor lo impregnaba todo. Miguel olía a las reses que cargaba en la espalda, a las achuras del asado, al bife del medio día que buscaban las señoras, a la bolsa de puchero. El aroma de Miguel era rojo y me gustaba.
Ahora que se fue, nadie me saca del Claudia ni del sufrimiento de los enfermos que se me pega durante todo el día, nadie me acompaña al hospital para que no me roben en el camino ni en la puerta. El tipo que vende porquerías en la vereda ya se dio cuenta de que soy una más del montón y que pronto seré como todas; alguien que camina a la sombra de lo que alguna vez tuvo y perdió para siempre.

Yo sé Miguel que no me querías mucho pero me cuidabas, quizás por la culpa de no darme un hijo, por eso del accidente que tuviste. Pienso que por eso me dejaste sin carreras los domingos, sin carne ni pan sobre la mesa, sin juventud para arreglarme y buscarme otro, porque eso hacen las mujeres abandonadas, se arreglan un poco y salen a loquear porque la vida sigue y una mujer sola como yo no puede nada salvo sostener esta rutina amarga.  Si hoy te viera Miguel, a pesar de extrañarte tanto, te preguntaría por qué me dejaste sola como un perro y te llevaste al Lobo.

1 comentario: